jueves, 16 de diciembre de 2010

ANTES MUERTA QUE SIN TACONES


     Siempre he oído que es fácil ser mujer. Pero lejos de entrar en una guerra de sexos lo tomo como una frase hecha. 
Ahora entiendo porque la mayoría de las mujeres llevamos la cabeza tan alta, y siempre erguida, porque nos han puesto las cosas tan difíciles de alcanzar que nos damos altura con ese pequeño gesto. 
Combinar trabajo y vida familiar sin descuidar ninguno, a veces se convierte en toda una hazaña. 
Desde que suena el despertador hasta que nos acostamos recogiendo los juguetes y los trastos que hay por medio, existen una infinidad de horas que hacen de tu día un maratón. Unas veces por sobrevivir en un mundo de hombres y otras por sobrevivir a lo cotidiano. 
Y el cansancio realmente lo apreciamos cuando además de todo eso hemos de estar impecables para un evento fuera de lo cotidiano. Mis amigas las que están solteras eso lo tienen algo más fácil para cumplir sin problemas, pero las casadas con hijos han de hacer milagros.
Por muchos productos que una se de para la fiesta en algún momento te asaltan las ojeras de toda la semana como si fueran ladrones de caminos. Y las piernas y el cansancio se alían para ganar la batalla al hecho de seguir impecable.
Pero como en todo hay excepciones. Yo tengo una amiga que ella es la reina en el arte de estar impresionante siempre. No hay ojera que se atreva a retarla, ni piernas que se quejen. Sería capaz de hacerse un vestido de fiesta con una cortina y nadie se daría cuenta. Es una mujer que viniendo de abajo pegó el braguetazo casándose con un hombre adinerado y con algo de nombre. Y tener una hija con el le hizo establecerse en ese mundo de pudientes, del cual ella a veces despunta un poco. Pero yo realmente las prefiero así, alguien que no olvida sus orígenes, alguien que cuando no era nadie se hacia un vestido con la tela de una sabana y ahora que puede también se lo haría. 
Hace unos días coincidí con ella en la tintorería, recogía los últimos vestigios de lo que fue una boda fuera de lo común y de alto copete. Una boda muy americana, de esas en la que se necesitan pocos camareros porque todo lo tienes que coger tu. Unos jardines bajo una carpa de tela blanca en la que los invitados se sientan sobre unas impecables sillas vestidas y decoradas con lazos. Pero como todos los sitios con algún que otro contratiempo. 
Sin saber a dónde iba, a mi amiga se le ocurrió estrenar taconazos. 
Pensó que la alfombra roja o verde le esperaba bajo sus pies, mientras que le arroparía una catedral fastuosa dónde los novios se darían el "si". Pensó que iría del coche a la iglesia y del coche al convite. Pero que va, estrenó unos zapatos con diez centímetros de tacón, desde los cuales vería la boda muy dignamente . El problema empezó al llegar a la dirección indicada, y después de un rato de que le apretaran y apretaran , al bajarse del coche notó como esos diez centímetros quedaban enterrados bajo una maleza cortada de manera uniforme.
Yo todavía no lo había cogido, pero al poco rato supe que hablaba de que no había en muchos metros a la redonda ni un solo trozo de suelo firme. Todo eran jardines. 
Jardín para darse el si, para felicitarles, para cenar de pie y hasta para bailar.
Y allí estaba ella, con aquellos taconazos y a punto de ser destronada de su reinado como la mujer que mejor se había ajustado siempre a cualquier situación por difícil que fuese. 
Ella aguantaba la respiración mientras por los tobillos asomaban una pequeñas marcas rosadas. Más tarde la dichosa tira que tanto llamaba la atención de sus sandalias la apretaba sin tregua recordándola lo que cuesta todo para una mujer.
Y yo que siempre he sido muy curiosa, me puse cómoda sobre el mostrador de la tintorería con el propósito de que siguiera con la historia para llegar al final. 
Y nunca habría que dudar de que mujeres como mi amiga salgan airosas de cualquier situación sin perder ni un gramo de esa virtud que les hace diferentes y queridas.
Mi amiga a cada paso que daba se le clavaban sin compasión los tacones dentro del césped.
Sacarlos y seguir andando en la situación en la que se encontraban sus tobillos y su dedo meñique fue toda una proeza. Pero así iba ella, avanzando para volver a enterrarse.
Seguía aguantando la respiración, hasta que en la lejanía pudo ver un oasis. Una silla, de esas que iban vestidas con un lazo y que alguien por un descuido había dejado libre. 
Y así como si de las olimpiadas se tratara llegó y muy dignamente puso el culo sobre ella. 
Pero después de relajarse y liberar con disimulo uno de los pies, descubrió el porque estaba la silla libre. La mesa con la comida se hallaba tan lejos que no podía ni distinguir el menú que había sobre ella.
Pero así es ella, había llegado hasta allí no por casualidad, y un montón de jardín no aguaría su fiesta. Una fiesta como esa, en la que nunca había estado. 
Y con su voz amorosa y el don que todas las mujeres poseen para con los hombres, consiguió hacer que su marido le prepara un pequeño plato con un primero, otro con algo de segundo y otro con los postres. 
Ella relajada y sentada, entablaba relación y amistad con otra de las invitadas que al igual que ella no se movía de su silla. Como pudo observar también sus tacones estaban fuera de la vista, enterrados entre la espesura de la hierba. 
Pero lo más emocionante vino cuando llego la el baile, y aquella hora que había estado sentada no sirvió más que para enfriar e hinchar unos pies doloridos y castigados. Fue imposible volverlos a meter en el treinta y ocho. 
Y así fue como con la voz todavía rozando la desesperación me contó que al final tuvo que quitárselos porque sino se perdería el mejor momento de la boda. 
Con el arte del que a veces están dotadas algunas mujeres agarró sutilmente las sandalias y el brazo de su marido y bailó toda la noche con ellas en la mano. 
Yo en mi ignorancia la pregunte que porque no las escondió debajo de la silla y con el césped nadie se percataría de que estaba descalza.
Pero que tonta fui de preguntar eso. 
Con su metro cincuenta de estatura y su cara de pícara me dijo que no. Que aquellas sandalias habían costado el sueldo de un mes de su antiguo trabajo y que si no las lucia en los pies las lucia en la mano. 
Y tal vez es la mejor opción, "¿por que querer ocultar lo que realmente somos, o lo que realmente nos gusta?"
Esta bien adaptarnos a otro mundo que nunca fue el nuestro pero no hasta el punto de perder nuestros orígenes. No de perder los recuerdos de lo que fuimos en un pasado. Porque tal vez quien olvida su pasado caiga en el error de volver a repetirlo.

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